No puedo recordar exactamente qué edad tenía yo, era un muchachillo adolescente impresionable, eso sí. No puedo recordar cuántos años tenía, pero jamás se va a borrar de mis recuerdos la imagen de Samantha, sentada en el caño, llorando desconsoladamente.
Samantha salía siempre bien arreglada, su maquillaje, su pelo impecable, sus minifaldas o vestidos o pantalones ajustados y sus zapatos, plataformas o tacones de aguja de los cuales se sentía muy orgullosa.
Quizá esos zapatos eran las posesiones más valiosas de Samantha.
Recuerdo que Samantha era alta, muy alta, más alta que las otras muchachas de aquel tiempo. Samantha trabajaba de noche y dormía de día, casi todos los días. ¿A lo mejor sería enfermera o trabajaba en algún hotel?
Todos en el barrio vetusto que cambió de nombre cuando los misioneros católicos llegaron y cambiaron muchas cosas. No hablo de la conquista ni de la inquisición, eso sucedió más recientemente.
Como les iba contando todos conocían a Samantha y era Samantha aquí, Samantha allá. Samantha venga para gozarla, Samantha qué cuánto cobra. Y Samantha se volvía con una sonrisilla maliciosa y coqueta, los miraba y no les decía nada.
Samantha vivía en ese barriecito, en el que crecí y donde crecieron mis padres. Si claro un barrio religioso que los domingos abarrotaba la ermita pero que estaba lleno de alcoholismo, de traiciones y de historias como la que originó la canción "La callecilla donde Mister Leslie".
Samantha vivía ahí, en una cuartería que estaba al lado de la iglesia cristiana en una esquina de mi barrio.
En aquel tiempo, los cuartos de las cuartería se hacían de plywood. Era lo más barato y no se veía tan feo después de una manita de pintura.
Una noche aciaga, alguna brizna de fuego que se escapó de alguna cocina, algún cigarro o por qué no, de algún purito; inició un incendio que se propagaría rápidamente.
¿Adiviná vos qué? Por ahí estaba la coqueta de Samantha, quizá limpiando sus zapatos, lavando ropa, cocinando o comiéndose algo o cepillando sus pelucas, porque creo que era calva, ya que siempre salía con un color de pelo diferente, su ropa de brillos y sus zapatos finos.
Como te contaba, ese día se originó un incendio que se llevó algunos de los cuartos de la cuartería (sí, sí, así como dice Luis Enrique Mejía Godoy en Pobre La María). ¿Y adiviná qué? La gente recogió sus hijos, quizá algunas pertenencias y algún gato flacuchento y de ojos llorosos y salieron despavoridos y...
Samantha estaba ahí.
Mi mente, que a veces me traiciona, me hace recordar que en uno de esos cuartos, había dos niños encerrados porque quizá sus parientes estaban trabajando afuera. Todos corrieron, todos salvaron lo suyo y a los suyos y a esos niños los salvó el hijueputa playo trasvestido del barrio. Rompió la puerta a patadas y los sacó.
De ese día solo puedo recordar a Samantha, sentada en el caño, llorando desconsoladamente mientras decía: Mis pelucas, mis zapatos.
Samantha, querida Samanta; creo que no vas a leer eso y creo que el malagradecido colectivo te olvidó. Como quisiera "mujer", que estuvieras viva, que me estuvieras leyendo, que alguien te conociera para poder buscarte y darte un abrazo y decirte gracias Samantha, porque aunque te los escondías, ese día demostraste que tenías los huevos mejor puestos que todos los machos de la callecilla junto a la iglesia protestante.
Honor a quien honor merece. No me cabe la más mínima duda, Samantha, que mi Dios, que es más compasivo que el que otros conocen, te perdonó desde antes que nacieras y que ese día con mucha más razón te ganaste el sello en tu pasaporte hacia el paraíso.
Gracias Samantha y si nos estás viendo, por favor perdoná al barriecillo ese que tan mala memoria tiene.
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